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Mi relación con la tauromaquia

No sé de quién es la cita, pero los defensores de los animales de llenan la boca al decir que el grado de evolución de una sociedad se mide en función del trato que le dan a los animales. Quizá esto es cierto, pues una sociedad civilizada debe tener plena consciencia de que los animales son seres vivos que no merecen ser maltratados, por lo que es necesario un marco normativo que los proteja en contra de la crueldad humana. El problema con muchos de los animalistas, como lo escribí aquí hace algún tiempo, es que parecen preocuparse más por la tortura a perritos, gatitos y toros de lidia, que por el abuso en contra de otros seres humanos, por la marginación de sectores amplios de las sociedades y por otras tragedias que le suceden a sus semejantes; vamos, que prefieren la compasión autocomplaciente por seres indefensos (por inferiores, discúlpenme pero así es), que la indignación y empatía por el prójimo.

Por tanto, yo creo que para medir el grado de civilización de una sociedad, antes que su relación con los animales, debe verse cómo valoran ciertos principios más o menos universales respecto de sus congéneres, como la vida y dignidad humanas, la igualdad, la libertad; no sólo ello, sino también cómo abordan y qué posición toman frente a la desgracia ajena, esto es, cuando una fuerza externa altera esos principios universales. Por tanto, una sociedad que se indigna en mayor grado por el maltrato a los animales que por la desgracia de un ser humano, no puede considerarse civilizada; no solo ello, una sociedad en la que hay quienes se alegran por la muerte de otra persona tiende más bien a lo bárbaro y sanguinario.

Todo esto vino a mi mente después de la muerte del torero Víctor Barrio en la plaza de toros de Teruel; a raíz de esto, mucha gente que está en contra de la tauromaquia manifestó su alegría, gusto y hasta regocijo por la desgracia de un ser humano. Por más animadversión que se tenga respecto de las corridas de toros, creo que nada justifica sentir felicidad por la muerte y sufrimiento de otra persona, aun cuando éste haya sido agente del sufrimiento y muerte de un animal. Festejar el infortunio de quien encarna aquello que combatimos nos acerca peligrosamente a un estado mental totalitario, conforme al cual se justifica que sean borrados del mapa los adversarios. No sólo ello, sino que disfrutar la muerte del prójimo anula automáticamente la supuesta superioridad moral que los antitaurinos se autoatribuyen respecto de los taurófilos.

Estas expresiones tan radicales y estúpidas se dan, creo yo, porque en este tema de los derechos de los animales, el debate en torno a la tauromaquia es el que levanta más pasiones y suscita las confrontaciones más encarnizadas; la discusión no se queda únicamente en la contraposición de argumentos, sino que llega al insulto y al calificativo personal: la calidad moral es juzgada por el gusto o aversión a las corridas de toros. El taurófilo es un sádico que disfruta con el sufrimiento de un ser vivo y paga por verlo; el antitaurino es un ignorante de las tradiciones y de la cultura que nos ha dado identidad. Por eso, la única discusión a la que no le entro es si prohibir o permitir las corridas de toros. Y no le entro porque creo que es el único tema en el que es imposible llegar a un acuerdo, pues las posiciones son demasiado lejanas y están demasiado enfrentadas; además de que muchos de mis amigos son antitaurinos y mi relación con la fiesta brava es complicada, por decirlo de alguna manera. Yo soy de los que prefiere guardarse una opinión que correr el riesgo de importunar u ofender a un amigo, bajo el pretexto de ser sincero, directo y honesto. Sin embargo, la complejidad de mi relación con la tauromaquia me permite entender los argumentos de una y otra parte; lástima que en esa discusión, al menos como se aborda actualmente, no cabe la ponderación desapasionada.

Mi relación con la tauromaquia es difícil, porque mi parte digamos razonable entiende que las corridas de toros son un ritual bárbaro e incivilizado, en el que el animal es sometido a una tortura cruel e innecesaria, pues a sangre fría se le mutila y se le penetra con objetos punzocortantes que le abren la piel, lo hacen sangrar y, en última instancia, le atraviesan el corazón. Sé todo esto porque he estado en la plaza varias veces y he podido apreciar de forma directa el sufrimiento de los astados y escuchar sus lamentos retumbar en el concreto de las gradas. Y he acudido varias veces a la plaza porque mi padre me inculcó desde niño el gusto por las corridas y todo lo que hay alrededor. Como ya he contado también, mi vínculo con mi padre nunca fue demasiado cercano, pero sí tuvo a bien compartirme algunas de sus aficiones, como el vino tinto, el beisbol y los toros. Las únicas veces que fui a la Plaza México fue con él y nunca he regresado.

Y no puedo negar que pasamos tardes de domingo muy especiales bebiendo vino o cerveza, fumando puro, viendo mujeres guapas en el tendido y presenciando un ritual que tiene mucho de primitivo pero también mucho de místico o mágico o no sé cómo calificarlo, realmente uno sólo lo entiende estando ahí. Debo confesar, antes de que mis amigos antitaurinos me retiren el habla, que no me siento orgulloso pero eran ocasiones bien especiales para mí, porque me permitieron acercarme un poquito a mi papá, quizá nuestra relación fue un poco menos distante gracias a esos momentos que compartimos en las corridas de toros. Durante esas tres horas desaparecían nuestras diferencias en cuanto a la forma de ver la vida y nuestra permanente confrontación por tener prioridades y escalas de valores tan dispares; éramos simplemente un padre y un hijo compartiendo una afición como buenos amigos (lo que realmente sólo fuimos hasta el final de su vida).

No voy a decir que el toreo es un arte, pues eso sí que nunca lo creí pero, si omitimos la parte del desangramiento del animal, sí tiene mucho de estético por el colorido de los trajes de luces y la forma en que los matadores tienen que manipular su cuerpo para acercarse al peligro y luego alejarse del mismo. Pero las pasiones que provoca la fiesta brava van más allá del arte, pues ningún arte despierta pasiones colectivas, creo yo. De alguna manera el ser humano disfruta volver a ciertos estados de primitivismo, como los recién nacidos (y muchos ya bastante más grandecitos) encuentran placer en las sensaciones que les recuerden el calor y la comodidad del vientre materno; en este sentido, la tauromaquia es una representación de la lucha ancestral del ser humano en contra de las bestias que lo acechaban. Es un hecho que el torero se pone a sí mismo en un riesgo importante de perder la vida o resultar mutilado, por lo que lo que se percibe en la plaza es ese placenterísimo olor a la adrenalina que genera el peligro; esa adrenalina produce tensión y ésta tiene su desahogo en el momento culminante en el que el hombre vence y doblega a la bestia.

Y yo lo disfrutaba porque nunca vi a mi padre en un estado de éxtasis tal, ni lo vi disfrutar tanto como una buena faena. Cuento todo esto no para defender a la fiesta brava, pues desde que la salud le impidió a mi padre seguir disfrutando de las corridas de toros, mi sentido de la ética me ha impedido acudir a la plaza o siquiera ver una por la televisión; no sólo eso, la verdad y siendo totalmente sincero, es que sin él la tauromaquia me sabe a poco y hay otras actividades que disfruto más. Lo cuento, más bien, como una especie de expiación de culpas, pero sobre todo para demostrar que el debate sobre las corridas de toros y, en general, sobre los derechos de los animales, no debe pasar por la calidad moral de quienes disfrutan aquélla. Como muchas discusiones hoy en día, atribuir una característica específica a quien defiende una postura u otra es una simplificación absurda y que no contribuye a la deliberación de un tema de relevancia pública. No todos los taurófilos son unos sádicos canallas, mi padre no lo era, mi padre era en general un buen hombre, como creo que no lo soy yo ni muchas personas que conozco. Pero tampoco todos los antitaurinos son personas más civilizadas, lo que se demuestra con aquéllos que públicamente celebraron la muerte de Víctor Barrio.

(Abro un paréntesis tratando de ser justo en la discusión: las reducciones estúpidas también se da del lado de los amantes de la fiesta brava. Por ahí vi una imagen en redes sociales en las que ponían a Carlos Fuentes, Alejandro González Iñárritu y no recuerdo qué otro escritor del lado de los taurófilos y a puro vándalo del lado de los antitaurinos, lo cual es también bastante absurdo pensar que unos son cultos y otros idiotas.)

Cuestionar y menoscabar la calidad moral o intelectual, así como el grado de civilización de quien defiende la postura contraria anula cualquier tipo de debate. A mí no me interesa debatir con alguien que me califica como persona, en vez de defender su posición con argumentos; por tanto, si la discusión se centra en las personas y no en las ideas, entonces no hay manera de llegar a ningún tipo de acuerdo o consenso, lo cual sólo privilegia al statu quo. En concreto, será imposible que como sociedad definamos cuál es nuestra relación con los animales, qué derechos debemos reconocerles (antes de que los puristas jurídicos lancen sus dardos, sé que los animales jurídicamente son bienes y que sólo las personas son susceptibles de derechos, pero en tanto seres vivos es necesario que gocen de un marco normativo de protección en contra de la crueldad innecesaria) y qué mecanismos legales deben establecerse para protegerlos, mientras los adversarios ideológicos se ataquen personalmente y no se reconozcan mutuamente la misma estatura moral que les permita discutir entre pares; los agravios personales sólo generan más agravios personales y toda la energía argumentativa se transforma en saña bastante malaleche que no beneficia a nadie, pues ni siquiera obtiene nada quien es capaz de propinar la ofensa más punzante y aguda.

Desde mi punto de vista, la razón de que las discusiones sobre casi cualquier tema de relevancia colectiva se enfoquen más en las cualidades y defectos personales de quienes defienden una postura u otra, que en las ideas alrededor del tema a debate, es que hemos puesto en suspensión de actividades nuestra capacidad de razonamiento crítico. He escuchado o leído pocos argumentos razonables para contrarrestar aquello de que es necesario prohibir las corridas de toros, puesto que el animal debe ser protegido y librado de un sufrimiento innecesariamente cruel; pero tampoco he encontrado demasiados argumentos en contra de quienes sostienen que la gente debe ser libre de elegir a qué espectáculos acudir y a cuáles no, por lo que en todo caso, las corridas de toros se extinguirán por falta de un público dispuesto a pagar un boleto (lo cual, aquí entre nos, es lo que creo que terminará ocurriendo a la larga).

Es mucho más fácil tachar de torturador o ignorante a quien no piensa como uno; es una tendencia que se ha acentuado en esta época en que las redes sociales apuestan por el efecto inmediato, a través de textos cortísimos o imágenes con una leyenda; es imposible un análisis serio cuando estamos sometidos a miles de estímulos diarios, a partir de mensajes breves y fotografías que van cargadas de un sentido. La brevedad requiere de simplificación, por lo que este tipo de mensajes únicamente nos refuerzan las preconcepciones que ya tenemos sobre los diferentes temas que se discuten en la mesa de las redes sociales. Por tanto, una imagen que circula en feisbuc o en tuiter se limita a provocar simpatía o rechazo, pero no genera un intercambio de ideas, con lo cual cada quien se limita a seguir pensando lo que ya pensaba.

Esto sucede en el tema de la tauromaquia y respecto de nuestra relación con los animales, pero también en el debate político. Sin ser un experto, creo que el éxito de Donald Trump se debe justamente a una estrategia de mensajes claros, simples y simplistas que no aluden al análisis crítico del electorado, sino al miedo generalizado en el que vive la sociedad gringa, miedo al terrorismo, a los migrantes, a la vulnerabilidad de no portar un arma para defenderse, genéricamente miedo al otro;  y como sabemos, el miedo no necesita motivos, sino que le bastan detonadores, los cuales se activan desde las tripas. Por tanto, estos estímulos que detonan el miedo únicamente reafirman una serie de ideas que parecen llevar en su pre programación los norteamericanos.

Pero no es exclusivo de la política gringa, sino que el debate político que se da en México, en específico en las redes sociales, respecto de uno u otro partido, candidato o gobernante, se da en ese mismo talante. Basta una imagen o una noticia o una publicación que se ajuste a nuestras ideas preconcebidas, para que haya gente que la comparta sin cuestionar su origen y veracidad, vamos sin hacer un ejercicio mínimo de análisis crítico. Por ejemplo, desde hace ya varios años la sociedad mexicana se divide entre quienes están a favor y quienes están en contra de Andrés Manuel López Obrador; los primeros por considerarlo la única opción antisistema para romper con las inercias de la corrupción y de un modelo económico que, nos guste o no, ha generado poca riqueza y mucha desigualdad; los segundos al considerar que es un populista que le dará al traste a la estabilidad macroeconómica y una especie de mesías autoritario.

Pues bueno, circuló en feisbuc una imagen suya en la que se decía algo así como que vive como rico y lleva diecinueve años sin trabajar. Los anti AMLO la compartieron sin ponerse a pensar que en 1997 era presidente del PRD, de 2000 a 2005 fue Jefe de Gobierno del DF y de un par de años para acá es presidente de su partido político. De igual forma, mucho pro AMLO compartió una nota en la que Margarita Zavala (presumiblemente una de las contendientes junto con Andrés Manuel en el 2018) señaló que los seguidores de éste eran pobres, poco educados y, en resumen, un montón de jodidos resentidos; lo anterior, para acusar de clasista y racista y demás adjetivos a Zavala. Bastaba darle una leída concienzuda a la nota para dudar de su veracidad; es más, no la reprodujeron ni Proceso y La Jornada, medios bastante proclives a AMLO y que se hubieran relamido los bigotes de poder hacerle eco a dichas supuestas declaraciones.

Estos ejemplos me hacen ver que, como dije antes, mucha gente ha puesto en suspensión de actividades su juicio crítico, por lo que en vez de generar y compartir contenidos que procuren un intercambio de ideas enriquecedor, prefieren sólo reafirmar lo que ya pensaban y acercarse a quienes comparten sus mismas opiniones, para verse el ombligo dándole una y otra vuelta a aquello que ya saben, ya conocen y les es cómodo. Nos hemos vuelto mentalmente flojos; ahora quizá la gente es más combativa pues tiene más canales para demostrar sus inconformidades, lo cual está bien y es un primer paso para construir una sociedad civil mejor organizada. Pero no basta combatir, sino que es necesario cuestionar cualquier estímulo informativo que se nos ponga enfrente, pues una sociedad civil organizada necesariamente está compuesta por personas que piensan diferente.

Y yo veo una reticencia general de la gente a abrirse a ideas contrarias a las propias, incluso a reconocerle un mínimo de mérito intelectual al que está enfrente: los seguidores de AMLO son zombis encantados por la promesa de felicidad automática y prosperidad sin trabajar; sus críticos son golpeadores pagados por la mafia que ha usurpado el poder por muchos años. Por tanto, no sólo mi relación con la tauromaquia es complicada, sino también con la forma en que la sociedad, a través de las redes informáticas, se expresa sobre cualquier tema de interés público.

Hoy en día ningún adversario político o ideológico (en el tema de la defensa de los animales, por ejemplo) es capaz de generar sus opiniones de forma independiente y razonada, con lo cual menoscabamos su dignidad como ciudadano y como persona. Esto es, los vemos como personas inferiores y de menor calidad moral, lo cual justificaría, llevado esto al extremo, su eliminación como elementos nocivos de una sociedad. Esto último no es una mera hipótesis de laboratorio, hubo mucha gente que se alegró de que Carmen Aristegui saliera del aire, o bien que muchas personas se han pronunciado porque le retiren la concesión a Televisa o cierren diarios, de uno u otro lado del espectro. Basta recordar que hubo quien festejó con regocijo la muerte de Víctor Barrio.

El grado de civilización de una sociedad debe medirse, antes que por su trato a los animales, por el reconocimiento que mutuamente nos otorgamos como ciudadanos y personas razonables, pensantes y dignas; así como por la empatía, compasión e indignación ante la desgracia del prójimo. Para ello, es necesario sacar de la suspensión de actividades al juicio crítico, pues sólo éste es capaz de generar alternativas para construir instrumentos civilizatorios. La pura combatividad únicamente genera filias y fobias, que si no son canalizadas sensatamente, nos acercan, más bien, a la barbarie.

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